La economía como profesión y su enseñanza

Pese a casi tres siglos de evolución y a sus desarrollos teóricos, los cuales le merecieron entrar a la galería de los premios Nobel desde 1968, mucho se ha discutido si la economía como disciplina es una ciencia.  

Por: AMYLKAR ACOSTA M.*

3 de julio de 2020.  Del economista se ha dicho que “es alguien que explicará mañana por qué lo que predijo ayer no se ha cumplido hoy”; que ve algo que está funcionando en la práctica y se pregunta “si funcionará en principio”.

En la medida en que no es ni ha sido una ciencia exacta, sino una ciencia social, se nos endilga a los economistas la falta de rigor científico y la carencia de un método que pueda reputarse como tal. La complejidad de su objeto de estudio y su mutación permanente hacen de él un blanco móvil, inasible y en ocasiones confuso y difuso.

Todo análisis de la sociedad, ya sea desde la perspectiva de la sociología, de la historia, de la ciencia política o de la ciencia económica, conlleva una cierta carga de subjetividad e ideología. Por ello, no es dable esperar de ellas dogmas o doctrinas universales, que las anquilosarían; se caracterizan más bien por una constante lucha dialéctica desde polos opuestos, entre una y otra interpretación. De allí que hayan surgido distintas concepciones y diferentes escuelas del pensamiento económico.

Las discrepancias de unas escuelas con otras van desde sus concepciones y conceptualizaciones divergentes, pasando por el marco teórico, hasta la terminología empleada; todo lo cual dificulta, y de qué manera, la comprensión y el entendimiento entre las diversas escuelas económicas.

A este propósito, el profesor Beethoven Herrera trae a colación dos ejemplos sumamente ilustrativos: la traducción literal al español del título en inglés de la obra del Nobel de economía Amartya Sen, ‘Desarrollo como libertad’, terminó desvirtuando totalmente su contenido. Para el autor, ‘Desarrollo y libertad’, que fue su título en español, no es lo mismo que ‘Desarrollo como libertad’. En el primer caso se conciben el desarrollo y la libertad como dos procesos coetáneos, independientes y paralelos; en el segundo, la libertad antecede al desarrollo, pues para Amartya Sen esta es condición imprescindible de aquel.

El otro ejemplo hace alusión a lo que aconteció recientemente con la obra del Nobel Joseph Stiglitz, que se convirtió rápidamente en un best seller. Su título original en inglés La gran desilusión, quedó convertido por cuenta del marketing, al momento de traducirse al español, en El malestar en la globalización, que no es lo mismo. Y así podríamos arribar a una confusión de lenguas, dificultándose el diálogo y los consensos.

Tal vez a ello se atribuya por parte de Sir Winston Churchill el que “Si metemos a dos economistas en una habitación, saldrán de allí con dos opiniones diferentes, a menos que uno de ellos sea Lord Keynes, en cuyo caso obtendremos tres”, o el gracejo de George Bernard Shaw, cuando afirmó que “si tendiéramos a todos los economistas en el suelo, uno a continuación de otro, no se llegaría nunca a una conclusión”

Por muchísimos años el trabajo en las ciencias sociales se circunscribió a la búsqueda y hallazgo del acervo de datos y cifras, que luego servirían de base para demostrar ciertas hipótesis, tratando de establecer las relaciones o correlaciones entre distintas variables, en procura de obtener unos resultados no pocas veces deleznables.

Hoy en día prima el razonamiento teórico sobre el cúmulo de información que nos abruma, el cual permite desenredar la madeja de los cada vez más complicados procesos socioeconómicos de los cuales da cuenta. En este sentido, ya para 1967 Lauchlin Currie insistía “en la prioridad de una preparación básica en teoría económica en los términos más sencillos y menos técnicos que fuera posible”, al prevenir sobre los riesgos de que la formación del economista se inclinara más por la economía cuantitativa. Según él, ésta en cierto modo era una especie de “escape del mundo confuso e insatisfactorio de las ciencias sociales, de donde pueden excluirse los legos y los economistas pueden escribir y conversar entre sí como ´verdaderos´ científicos”.

También alertaba Currie sobre los peligros que entrañaba entremezclar la formación del economista propiamente dicho, con la de disciplinas afines, como son la administración, que para él era una ocupación y la planeación que la asumía como un arte.

Para su época no se había desarrollado aún la econometría, pero sí se empezaba a incursionar en la programación lineal, poniéndola al servicio de ciencia económica. Al referirse a ella se dolía de que “lo que debiera ser una herramienta altamente especializada de análisis económico está viniendo a reemplazar a la economía en sí, y los economistas se están convirtiendo únicamente en aquellos que pueden manejarla”.

Y concluye sus disquisiciones llamando la atención sobre el hecho de que, por esa vía, estábamos llegando al punto donde se sabía más y más con respecto a menos y menos.  

Según afirma el ex codirector del Banco de la República y ex presidente de ANIF Sergio Clavijo, “la labor analítica requerida en este nuevo siglo es más exigente, pues las piezas del rompecabezas científico se han venido expandiendo a medida que los países se desarrollan y se profundiza el intercambio cultural de bienes y servicios.

Dicho de otra manera, el nuevo siglo exige talentosos profesionales que cuenten con un mejor discernimiento científico para evitar perderse en la abundancia informativa”, y para no confundirse en medio de tantas fórmulas y modelos abstrusos, perdiendo el hilo conductor que no es otro que la base conceptual. Ello es tanto más necesario, cuando se observa cuán a menudo se suele confundir los medios con los fines, y las causas con las consecuencias, a la hora de formular o de poner en práctica la política económica.

Tendencias económicas en Colombia

En el país han hecho carrera dos tendencias muy definidas en cuanto a la formación académica del economista. La una ha puesto el énfasis en la formación teórica, básica; la otra ha tendido a ser más pragmática y aplicada.

Ambas tendencias han estado influidas por las corrientes teóricas en boga, ora la del desarrollismo, ora la de la escuela de Chicago o la cepalina de Raúl Prebish. A este último le cupo el mérito de haber contribuido a forjar un modelo propio, que tuvo su vigencia y operatividad, muy criticado hoy en día, pero no superado por el nuevo modelo impuesto a partir del Consenso de Washington, pues hoy no estamos mejor que cuando estuvimos peor.

Uno de los retos de lo que tenemos algún grado de responsabilidad, ya sea como docentes o investigadores, directivas y estudiantes, es el de ser capaces de reformular y replantear nuestro modelo, de tal modo que responda más a nuestras especificidades y singularidades, sin perder la perspectiva, desde luego de la economía global. Esta, per se, no es ni buena ni mala, es simplemente una realidad a la que se le saca ventaja o se le padece, según cómo se administren las asimetrías entre unos países y otros, que son una realidad no pueden ignorarse a la hora de reglarla, si es que ello es posible.

Según la señora Robinson, nuestra labor como economistas no es decir lo que debe hacerse, pero si advertir cuando lo que se hace no está de acuerdo con los buenos principios. Para ello hay que superar las tendencias al encasillamiento teórico y las tendencias fundamentalistas.

No hay que temer al eclecticismo como lo entiende Bobbio, resultante de tomar lo que nos sirva de cada uno de los modelos conocidos, con el pragmatismo con el cual China acopló el mercado a sus propias condiciones, no dejando que sus leyes funcionen sino haciéndolas funcionar en beneficio de su crecimiento y desarrollo económico, perfilándose como una gran potencia económica.

La heterodoxia no tiene por qué ser irresponsable. Nos podemos apartar de la ortodoxia sin abandonar la disciplina fiscal. Cuando la medicina tradicional agota sin éxito sus recetas, no es insensato ensayar las recetas de la medicina alternativa.

Gabriel García Márquez afirmaba que “nuestra virtud mayor es la creatividad y, sin embargo, no hemos hecho más que vivir de doctrinas recalentadas y guerras ajenas.”

Creo que sigue teniendo actualidad una de las conclusiones de un estudio de la Unión Panamericana, citada por el profesor Currie: “El mayor valor de una buena educación económica radica en la forma de pensar y en los métodos de abordar los problemas que ella confiere… Para alcanzar este objetivo, sin embargo, se requiere no solamente un cambio en la manera de enseñar, sino también una disminución en el énfasis puesto sobre la acumulación de material informativo y el número de cursos”. Ello es tanto más válido habida cuenta de que ya no estamos formando profesionales de la economía que han de desenvolverse en el estrecho marco de las fronteras patrias, sino al ciudadano de la aldea global.

Una gran lección

A este respecto, viene como anillo al dedo la anécdota contada por Sir Ernest Rutherford, presidente de la Sociedad Real Británica y Premio Nobel de Química en 1908, de la cual podemos extraer una gran lección. Cuenta él que hacía algún tiempo había recibido una llamada de un colega. Estaban a punto de ponerle un cero a un estudiante por la respuesta que le había dado a un problema de física, pese a que éste se sostenía en que su respuesta era la correcta. Profesores y estudiantes acordaron pedir un nuevo calificador y el elegido fue él. Comenzó por leer la pregunta del examen que a la letra decía: demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro. El estudiante había respondido: lleve el barómetro a la azotea del edificio y átele una cuerda bien larga; luego, descuélguelo hasta la base del edificio, marque y mida. La longitud de la cuerda es igual a la longitud del edificio.

En efecto, el estudiante había planteado un problema con la forma ingeniosa como resolvió el ejercicio, por que él había respondido a la pregunta correcta y completamente. No obstante, si se le concedía la máxima puntuación, al obtener una nota más alta, ello certificaría su alto nivel de conocimientos en física; empero la respuesta no confirmaba que el estudiante tuviera ese nivel. Sugirió, entonces, Ernest que se le diera al alumno otra oportunidad. Fue así cómo le concedió seis minutos para que le respondiera la misma pregunta, pero esta vez con la advertencia de que en su respuesta debía demostrar su dominio de la física. Pasados cinco minutos el estudiante no había contestado nada. Le preguntó, entonces, si deseaba retirarse, pero el alumno le contestó al profesor que él tenía muchas respuestas al mismo problema. Su dificultad estribaba en elegir la mejor de todas. Le rogó, entonces, que continuara, no sin antes excusarse por haberlo interrumpido. En el minuto final que le quedaba, sorpresivamente escribió la siguiente respuesta, que dejó atónito al profesor: tome el barómetro y láncelo al suelo desde la azotea del edificio, tome el tiempo de caída con un cronómetro; luego aplique la fórmula de un medio de la altura por la aceleración de la gravedad y por el cuadrado del tiempo y así obtenemos, como producto, la altura del edificio.

En ese momento, cuando el estudiante entrega su examen, el profesor indaga a su colega si lo dejaba retirar del salón de clases en donde se estaba realizando la prueba, a lo cual este asintió, conviniendo en asignarle la nota más alta.

Luego el profesor Ernest se encontraría, de sopetón y fuera de la clase, al estudiante y no pudo vencer la curiosidad por conocer cuáles eran sus otras respuestas a la pregunta, ya que lo había dejado intrigado. Bueno, respondió el estudiante, hay muchas alternativas: por ejemplo, tome el barómetro en un día soleado y mida la altura del barómetro y la longitud de su sombra; si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción obtendremos también, de este modo, la altura del edificio.

Perfecto, le dijo, ¿ahora cuéntame cuál podría ser otra forma? Sí, contestó el alumno, este otro procedimiento para medir un edificio es muy sencillo, diría que elemental, pero también sirve. Veamos: en este método, se toma el barómetro y se sitúa en las escaleras del edificio, en la planta baja, según se suben las escaleras se va marcando la altura del barómetro y se cuenta el número de marcas hasta la azotea. Se multiplica al final la altura del barómetro por el número de marcas que se ha hecho y listo, así se obtiene la altura. Este último método es muy directo.

Por supuesto, continuó diciendo el estudiante, si prefiere un procedimiento más sofisticado, puede atar el barómetro a una cuerda y moverlo como si fuera un péndulo. Si calculamos que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podríamos calcular, sin duda, la altura del edificio. En este mismo estilo, se ata el barómetro a una cuerda y se lo descuelga desde la azotea a la calle; usándolo como un péndulo se puede calcular la altura midiendo su período de presesión.

En fin, concluyó el aventajado alumno, existen muchas otras maneras de establecer la altura del edificio en cuestión, y continuó diciendo, pero probablemente la mejor de todas sea tomar el barómetro y golpear con él la puerta de la casa del portero y cuando éste abra, decirle que tengo un bonito barómetro y si me dice la altura del edificio se lo regalo.

En este momento de la conversación, el profesor le pregunta al alumno si él conocía la respuesta convencional a la pregunta (la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares). La respuesta fue más sorprendente todavía: Claro que sí la sabía, pero que sólo le molestaba que durante sus estudios sus profesores habían intentado a todo transe enseñarle a pensar.

El estudiante resultó ser Niels Bohr, físico danés, premio Nóbel de física en 1922, más conocido por haber sido nada menos que el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones y los electrones que lo rodean. Fue fundamentalmente un innovador de la teoría cuántica.

La gran moraleja de esta anécdota no es otra que, si alguna pertinencia tiene la formación que se imparte al economista, consiste en su orientación a promover y fomentar el espíritu investigativo, la creatividad, para así contar con profesionales capaces de pensar con cabeza propia, sin grilletes ideológicos, sin prejuicios por camisa de fuerza.

Los conocimientos son muy importantes, más no suficientes; tanto o más importantes que ellos son la capacidad de pensar y la idoneidad para el discernimiento. Aunque suene presuntuoso, además de formar pensadores, las facultades en donde se forma al economista o se sirve dicha asignatura para otras disciplinas del saber, es también importante que los egresados se entrenen en plasmar sus ideas en la práctica, pues es consabido que un número creciente de ellos leen mal y escriben peor.

*Ex ministro de Minas y Energía y miembro de Número de la ACCE.

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