Colombia: Reactivación o reestructuración de la economía

Análisis del exministro Amilkar Acosta sobre la coyuntura que atraviesa el mundo y particularmente Colombia.

Por: AMYLKAR ACOSTA MEDINA

17 de junio de 2020.  La crisis económica global, que se ha visto exacerbada por la pandemia de la Covid–19 y las medidas que se han tomado para su contención, han obligado a los gobiernos a disponer acciones tendientes a evitar su agravamiento, evitando que muchas empresas pasen de la iliquidez a la insolvencia y de esta a la quiebra, aprisionadas por un choque del lado de la oferta y del lado de la demanda simultáneamente tanto en la economía doméstica como en la economía internacional, sacudida por la caída de los precios de las materias primas, el colapso del turismo y el endurecimiento de las condiciones en los mercados financieros.

De ahí que las proyecciones sobre el crecimiento del PIB mundial, que antes le apostaban al repunte, después de un largo letargo, ahora todas las proyecciones para este año están en terreno negativo.

Y no es para menos, después de semejante frenazo de la actividad económica. Según las Perspectivas económicas de la OCDE, la economía global registrará este año una recesión sin precedentes, de -6% si la pandemia “permanece bajo control” y de -7.6% en caso de una segunda ola, al tiempo que prevé una leve recuperación del 2.8% para el 2021.

Su economista jefe Laurence Boone vaticina, además, que “la pérdida de ingresos superará todas las recesiones anteriores de los últimos cien años”. Y de contera, según cifras de la Organización Mundial de Comercio (OMC), el comercio global se reducirá en 32%, mucho peor que el registrado durante la crisis financiera internacional de 2008 – 2009.

Todo indica que Latinoamérica será la región que llevará la peor parte, de hecho, antes de esta crisis el ritmo de crecimiento de su economía venía rezagado con respecto a la media mundial.

Según proyecciones del Banco Mundial, la contracción del PIB en Latinoamérica y el Caribe en 2020 será del -7.2%, más de tres veces mayor que la registrada a raíz de la crisis financiera en 2009, que fue de -1.9% y la de la crisis de la deuda en 1983, cuya pérdida fue de -2.5%. Según la CEPAL, la economía de la región podría caer este año entre -5.3% y -7% y quizá lleguemos al -8%, algo nunca visto.

Todo indica que la recuperación de la economía será lenta y dolorosa. Al preguntarnos por la forma que tomará, si será en V, saliendo rápidamente del fondo, W con recaída, U con una lenta recuperación o L después de un largo letargo, encontramos una respuesta plausible en Ricardo Hausmann, director del Centro para el Desarrollo Internacional y profesor de Economía del Desarrollo de la Kennedy School of Government University de Harvard. Según él, dicha recuperación tomará la forma del logotipo de Nike (), una recuperación muy lenta después de una caída brusca, de tal suerte que no es dable esperar volver a los niveles de 2019 antes de 2022.

En este contexto, resulta demasiado optimista la aspiración del ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla de un crecimiento del PIB para el año entrante “por lo menos al 5%” e “incluso del orden del 6%, como pensamos que va a suceder”, contrastando con las proyecciones del Banco Mundial y el FMI para el 2021 del 3.6% y 3.7%, respectivamente.

La recuperación de la economía colombiana estará lastrada por las secuelas que se derivan de la onda recesiva en curso, que ha elevado sensiblemente la tasa de desempleo, la cual registró en abril, primer mes de la cuarentena, el 19.8%,la cual subiría, según FEDESARROLLO, hasta el 30% si se le suman los inactivos, con tendencia a su agravamiento. El desempleo afecta el ingreso, así como también al consumo y este, que representa casi el 70% del total de la economía, es el gran impulsor del crecimiento del PIB.

En cuanto al sector externo, además de la contracción del comercio internacional, Colombia enfrenta un estancamientoinveterado de sus exportaciones, las cuales dependen en una altísima proporción de las materias primas, especialmente del carbón y el petróleo.

Colombia ocupa el penúltimo lugar en Latinoamérica en diversificación de sus exportaciones, apenas supera a Venezuela. El bajo índice de exportaciones per cápita (US $1.000) no mejora, pese a los 16 tratados de libre comercio firmados en los últimos veinte años. Como afirma el ministro de Comercio, Industria y Turismo José Manuel Restrepo “nos hemos concentrado mucho en firmar tratados, pero no en aprovecharlos”.

A repensar el modelo económico

De allí que, para salir del atolladero en que está patinando la economía, se requiere cambiar el modelo económico por otro más sustentable, diversificando la economía, su oferta exportadora y los mercados externos. Lo advirtió la CEPAL al cierre del año anterior, mucho antes de la pandemia, en su Informe preliminar: “América Latina debe repensar su modelo económico para reducir la desigualdad, telón de fondo de la crisis social que está atravesando la región… En parte, el modelo neoliberal ha fracasado y hay que encontrar un camino que se ajuste mejor a las características de la región”. ¡A pensar, entonces, fuera de la caja!

Es inadmisible que siga haciendo carrera en el país el gracejo, porque no es otra cosa, inspirado en la concepción neoliberal, según el cual la mejor política industrial es no tener política industrial y la mejor política agrícola es no tener política agrícola. Ello ha sido nefasto para la economía y para el país.

A la vista está que el crecimiento potencial del PIB bajó desde el 4.8 en 2012, insuflado por el largo ciclo de precios altos de las materias primas, a sólo el 3.5%, en el que permanece y lo más grave es que en los últimos 5 años el crecimiento del PIB ha estado por debajo de ese magro crecimiento potencial.

A este ritmo Colombia tardará muchos años para volver a tasas de desempleo de un solo dígito, así como para recuperar el terreno perdido por cuenta de la actual crisis en materia de reducción de la pobreza y de la desigualdad. Máxime cuando a consecuencia de la actual crisis se estima un aumento de 15 puntos porcentuales en el índice de pobreza, elevándose la cifra de pobres en 7.3 millones más con respecto a 2019. Y no hay que perder de vista que, como lo presagia el rector de la Universidad del Norte Adolfo Meisel, refiriéndose a los vulnerables, “la pérdida de estatus que sufrirán millones de personas puede derivar en un resentimiento creciente”, una bomba de tiempo social.

Según el ex presidente de ANIF Sergio Clavijo, con el anémico crecimiento actual del PIB de Colombia, esta tardará 45 años para equipararse con el ingreso per cápita de Chile, que es de US$15.300, en contraste con los US$4.500 de Colombia. Entonces, más que una reactivación lo que requerirá la economía colombiana es una reestructuración, una reconversión, no sólo para crecer más sino para crecer mejor. Como dijo la secretaria ejecutiva de la CEPAL Alicia Bárcena, se debe “crecer para igualar e igualar para crecer”, ya que “una mejor distribución del ingreso, además de disminuir el número de pobres, refuerza el crecimiento”. De acuerdo con el FMI, el PIB per cápita de Colombia ha estado congelado los últimos veinte años.

Pero este cometido no se podrá lograr con el Estado enclenque que hemos tenido, el cual se ha venido arrinconando y desvalijando con el pretexto de que es muy mal administrador, que no debe invadir el ámbito y el rol de las empresas privadas que, según los talibanes del neoliberalismo, lo hacen mejor.

La Constitución de 1991, al tiempo que estableció que “la actividad económica y la iniciativa privada son libres, dentro de los límites del bien común”, dispuso que “la dirección general de la economía estará a cargo del Estado”. Pero este último precepto es letra muerte para quienes consideran al Estado como un estorbo, eso sí hasta que necesitan de él, apelando al mismo como el buen Samaritano. A guisa de ejemplo, a raíz de la crisis financiera de 1999 fue el denostado Estado el que salió en auxilio de la banca hasta sanearla metiéndole la mano al bolsillo de todos los colombianos.

Por fuerza de las circunstancias y muy a su pesar en Colombia como en el resto del mundo, muchos mandatarios tuvieron que recurrir a las políticas de corte keynesiano sin compartirlas para mantener a flote a la economía y a la sociedad. Pero no falta quienes, distantes como están del pensamiento de Keynes, como el ex ministro de Hacienda Juan Carlos Echeverri, han salido a decir que “Keynes puede tener razón cada 80 años”. Sí, cuando sobrevienen las crisis cíclicas inmanentes al sistema capitalista, así como las posibles contingencias hace menester contar con el cuerpo de bomberos y una vez superada la emergencia deben volver a sus cuarteles. Es lo mismo que sugiere Echeverri:  “la ironía del keynesianismo es que es un analgésico tan potente, que solamente debe ser administrado por un anestesiólogo no keynesiano (Ministro de Hacienda). Pues debe retirar el sedante tan pronto el paciente deje de sentir dolor. De lo contrario se puede hacer adicto a los opioides”. A lo que invita Echeverri es volver a las mismas con las mismos. Pero bien dijo Einstein, al definir la locura, que esta consiste en “hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”.

Una de las lecciones aprendidas de esta crisis es la necesidad de contar con un Estado, capaz de cumplir su papel, en este caso la dirección general de la economía, así como también cumplir y hacer cumplir el Estado Social de Derecho estatuido en el artículo 1º de la Carta.

La Constitución de 1991 es supremamente garantista, pero el Estado ha demostrado su incapacidad de hacerlo valer. El caso más patético salió a relucir a raíz de la pandemia del COVID-19, que sorprendió al país con un Sistema Nacional de Salud que se ha visto a gatas para atenderla, no obstante que la salud está consagrada como derecho fundamental. Lo propio podemos decir de la educación, que al tratar de implementarse su virtualidad se tropezó con medio país sin acceso a la red de internet y con la carencia de dotación de computadores en las escuelas y colegios. Amén del limitado alcance de la cobertura de los programas asistenciales del Estado.

El Estado se ha quedado corto a la hora de responder a los retos que le plantea la emergencia declarada por parte del Gobierno. De allí que tuviera que echar mano de los recursos del Fondo de Ahorro y Estabilización (FAE) y del Fondo de Pensión Territorial (FONPET) del Sistema General de Regalías (SGR) de las regiones, como principal fuente de financiación del Fondo de Mitigación de Emergencias (FOME). Se tuvo que flexibilizar la Regla fiscal elevando el umbral del déficit hasta el –6.1%, muy distante del 2.4 del 2019.

Pero, según estudio de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, el déficit fiscal este año superará el 8% del PIB y la relación deuda pública/PIB dará un salto de un nivel del 51.2% a cerca del 60% del PIB. Y más recientemente, ante la contundencia de los desafíos planteados por la actual crisis, el director de Crédito Público y Tesoro Nacional del Ministerio de Hacienda declaró que “por los indicadores que estamos teniendo, ese 6.1% del PIB parece más un piso que un techo. Qué tan grande va a ser el déficit lo determinan la magnitud de la emergencia sanitaria y su duración. Segundo, qué grado de progreso logre el país y qué tan rápido es esta reapertura gradual que se viene haciendo”.

Por ello, no es de extrañar la decisión tomada por el Comité Consultivo de la Regla Fiscal, apelando al artículo 11 de la Ley 1473 de 2011 que la estableció, una especie de cláusula de escape, de dar concepto favorable para la suspensión de su aplicación hasta el 2022 y en lo sucesivo se limitará a monitorear el desempeño de las finanzas públicas. Según los analistas del mercado financiero, tras esta determinación se puede derivar un aumento del riesgo crediticio, una desvalorización en títulos de deuda pública (TES) e incluso puede llegar a impactar negativamente la tasa de cambio.

Es más, ante la reticencia del ministro Carrasquilla para comprometer mayores recursos en apoyo de quienes han perdido el empleo o permanecen inactivos y sin ingresos, como una salida desesperada está planteando por parte del Gobierno que los propios trabajadores cesantes recurran a retirar sus cesantías y/o los ahorros de sus pensiones para autofinanciarse, poniendo en grave riesgo su estabilidad económica hacia el futuro.

Como si lo anterior fuera poco, la salida que se le ofrece a los adultos mayores de 65 años que no cuentan con una pensión, que son el 49.8%, como alternativa de ingresos la así llamada “hipoteca inversa”, que no es nada distinto a empeñar su vivienda, muchas veces su único patrimonio y la única heredad para los suyos, para recibir a cambio una mesada que le permita sobrellevar su congrua subsistencia. En su lugar se viene abriendo paso la iniciativa de establecer un ingreso mínimo garantizado a título de renta básica de un salario mínimo a los 9 millones de hogares más vulnerables.

Desde luego que nadie podía prever la magnitud de esta emergencia, pero también es cierto que esta puso al desnudo las vulnerabilidades de la economía y las finanzas públicas, además de las precariedades de más del 50% de la población colombiana. Basta con señalar que para el 2016, mientras el gasto público del Gobierno central representaba el 19.2% del PIB, el recaudo de impuestos a duras penas llegaba al 15.7%, de lo cual se derivaba un déficit estructural de casi 4 puntos porcentuales del PIB. Y, como es bien sabido, en virtud de la Ley de Wagner el gasto público crece inercialmente como porcentaje del PIB en todos los países y Colombia no es la excepción. El gasto público en Colombia, según la Comisión del gasto integrada por el Gobierno en 2017, está indexado de un año a otro a ritmos del 4% real anual.

Y, aunque parezca una obviedad, la misma Comisión sostiene en su informe final que “el gasto público tiende a aumentar como proporción del PIB a medida que los países se desarrollan, reflejando la creciente demanda de servicios públicos”. Y como lo sostiene uno de sus integrantes, Jorge Iván González, “a medida que las sociedades son más complejas, el gasto público tiene que aumentar para poder responder a las necesidades colectivas.

La Comisión del Gasto pone en evidencia el tamaño relativamente pequeño del Estado colombiano, cuando se compara con otros países de América Latina y, sobre todo, de Europa”. Según los datos más recientes, en tanto que el recaudo impositivo en Colombia se sitúa en el 19.4% del PIB, según la CEPAL el promedio en Latinoamérica está en el 22.8% y el promedio en la OCDE es del 34.2%. Empero, las intenciones del ministro Carrasquilla, expresada con ocasión del trámite del proyecto de Presupuesto para la vigencia de 2019, era reducir el gasto hasta el 15.4% del PIB en 2022. Ello, además de absurdo, es impracticable y menos después de esta debacle, cuando se demandará más y no menos Estado, más y no menos gasto público.

La necesidad de un pacto fiscal

Lo ha reconocido el propio ministro Carrasquilla, a sabiendas de que no hay plazo que no se venza ni deuda que no se pague: “La crisis económica que atraviesa el país implica, de una parte, más gasto público… pero también implica menos ingresos públicos… Esto significa mucha más deuda y es una deuda que tenemos que pagar una vez superemos esta tragedia”.

Ello torna ineluctable una nueva reforma tributaria para arbitrarle más recursos tanto a la Nación como a las entidades territoriales. De lo que se trata, entonces, es de establecer qué tipo de reforma será. A no dudarlo esta, al contrario de las dos anteriores, la Ley de financiamiento primero y la Ley de crecimiento después, que tuvieron un costo fiscal alrededor de los $10 billones, deberá incrementar sensiblemente el recaudo para tratar de tapar el enorme hueco fiscal. Y ello debido a que, con el espejismo de incentivar mayores inversiones y mayor generación de empleo por parte de las empresas se les redujo la carga impositiva, sin lograrlo, por la vía de ampliar aún más las gabelas impositivas que venían recibiendo.

En una de sus columnas recientes, el ex ministro y profesor de la Universidad de Los Andes Carlos Caballero Argáez acota a lo planteado por el ex gerente del Banco de la República Miguel Urrutia en su libro Política social para la equidad en Colombia, que “al contrario de lo que generalmente se cree, un planteamiento central del libro es que el nivel alto de impuestos no atenta contra el crecimiento económico. Afirmación que se sustenta en la experiencia de los países ricos a lo largo del siglo XX, que elevaron sustancialmente el recaudo de los impuestos sin afectar de manera negativa sus ritmos de crecimiento”. Eso sí, deja en claro que “en América Latina no han tenido mayor aceptación, por lo cual la tributación recae sobre los impuestos indirectos, de menor capacidad distributiva.

Por lo demás, para justificar la baja en la tarifa del impuesto a la renta de las empresas, la proliferación de beneficios tributarios a las mismas, así como la oposición al gravamen a los dividendos y a la remesa de utilidades, se cabalga sobre la falacia de las altas tasas comparativas con respecto a otros países con los cuales compite Colombia, confundiendo deliberadamente la tarifa nominal con la tarifa efectiva.

Según la Comisión del Gasto Público, “el esquema tributario colombiano actual es insuficiente en materia de recaudo; además, de que no cumple con los principios de eficiencia y equidad característicos de un sistema fiscal exitoso”. Por ello, juzgo plenamente justificada y comparto la demanda ante la Corte Constitucional contra el actual Estatuto Tributario por parte de la ONG Dejusticia, por violar flagrantemente el mandato constitucional que consagra los principios de equidad, eficiencia y progresividad.

Según el ex ministro Caballero Argáez, “la política social sí tiene la capacidad para reducir la desigualdad en un país como Colombia”, pero “las limitaciones que impone el recaudo de los impuestos y la poca progresividad de una gran  parte del gasto público” lo impiden. Y va más lejos cuando asegura que “así las cosas, ni los impuestos ni el gasto público mejoran la igualdad económica en el país porque no atienden la progresividad… El diagnóstico es claro. Falta, eso sí, la voluntad política para cambiar el estado actual de cosas. La crisis del coronavirus abre la oportunidad para implantar ese cambio”.

Bien dijo Churchill que no se deben desperdiciar las oportunidades que entrañan las crisis, y como lo sugiere The Economist, hay que “aprovechar el momento”. Y éste es el momento preciso para propiciar un Pacto Fiscal que permita poner en orden las finanzas públicas, tanto las del Gobierno central como las territoriales.

Esta es la hora de la transición

Como lo resume muy bien la presidente del Consejo Privado de Competitividad Rosario Córdoba, se debe implementar “una estrategia para la recuperación, adaptación y preparación de Colombia a una nueva realidad, compuesta por estos cinco pilares: aparato productivo sofisticado y diversificado, empleo de calidad, hogares con redes de protección social, estabilidad fiscal, y Estado fuerte, eficiente y transparente”, mucho más empoderado de lo que esta hoy. Basta ya de buenos propósitos y de pactos voluntaristas por el crecimiento y el empleo que no conducen a ningún Pereira.

Lo dijo con toda claridad el Foro Económico Mundial (FEM): “Colombia hace parte del grupo de países que debe capitalizar su amplia disponibilidad de recursos energéticos para que, de manera sostenible, pueda maximizar los retornos de la industria y apoyar una mayor diversificación de la economía”.

Colombia está en mora de tomar en serio este reto, el de la transformación productiva. Esta debe ir acompasada con la Transición Energética de la producción y uso de las fuentes de energía, altamente contaminantes, de origen fósil hacia las fuentes no convencionales de energías renovables (FNCER) y limpias.

Este es el camino para que la economía nacional se enganche y se acople a la cuarta revolución industrial (4.0), incorporando la digitalización, la Big Data y la inteligencia artificial (IA) en sus procesos y de esta manera progresar en la productividad que, a juicio del Nobel de Economía Paul Krugman, en tratándose de la competitividad “no lo es todo, pero a largo plazo lo es casi todo”.

Después de registrar en 2019 el mayor repunte en la década en el ranking internacional de competitividad (IMD), en el 2020 retrocedió, perdiendo dos posiciones, ubicándose en el puesto 54 entre 63 economías objeto de esta medición.

El país está en mora de poner en práctica la Agenda Interna para la Productividad y la Competitividad (AIC) que se construyó desde las regiones hacia el año 2007, con los ajustes que requiere después de más de una década de reposar en los anaqueles oficiales. Desde las postrimerías de la administración Barco se identificaron los ejes fundamentales de la estrategia para asegurar el éxito de la AIC: la modernización, la reconversión y la relocalización industrial, de la mano con el desarrollo de la agroindustria concomitantemente con el estímulo y apoyo de la economía campesina.

Desde luego que la puesta en marcha de la AIC demandará, además de una estrategia, ingentes recursos tanto de parte del sector público como del sector privado, habida consideración que se requerirán mayores inversiones en infraestructura, nuevas industrias, en bienes públicos, en ciencia, tecnología e innovación.

De allí la importancia del fortalecimiento y vigorización del Estado, así como de las alianzas público-privadas, con una perspectiva regional que propenda por el cierre de brechas tanto interregional como intrarregional, que son aberrantes en el país. Como lo afirma el profesor Akash Goel, “cuando volvamos a estar juntos debemos aprovechar la oportunidad de reimaginar un camino diferente hacia delante”.

La secretaria ejecutiva de la CEPAL Alicia Bárcena sostiene que “la recuperación debe ser distinta esta vez, basada en sectores verdes, con un gran impulso a la sostenibilidad o de economía verde”, la cual debe estar en el centro de la estrategia de reactivación. Tanto más en cuanto que “estas inversiones alentarían la innovación, nuevos negocios y empleos decentes, efectos positivos en la oferta y demanda agregada en las economías de la región, superiores a los de los sectores tradicionales”.

Y añade, “si tomamos estas acciones, América Latina y el Caribe saldrán reforzados de esta crisis y podremos decir que fuimos responsables para con la Casa común que, como dice la Encíclica, se nos ha confiado”. Esta demostrado, además, que, contrariamente a las suposiciones, las inversiones en una economía más sostenible generan más y mejores empleos.

Compartimos con George Soros que “no volveremos a donde estábamos cuando empezó la pandemia”. Se ha vuelto lugar común decir que el mundo no volverá a ser el mismo después de esta pesadilla, pero ello hay que tomarlo en serio a riesgo de enfrentar otra peor, esta vez por cuenta del recrudecimiento de los fenómenos extremos que caracterizan a la variabilidad climática. Como bien lo dijo el periodista español Luis Bassets, “la crisis por el coronavirus puede ser el ensayo general para la próxima y más grave provocada por el Cambio climático”. Retornar al pasado es retroceder.

Para Isabel Cavalier, directora de Transforma Global y estudiosa del cambio climático y desarrollo sostenible, es fundamental que “las medidas de recuperación impulsen cambios en los patrones de nuestro sistema productivo, privilegiando sectores de energía limpia y decidiendo a qué sectores se les imponen impuestos y a cuáles alivios”. Como afirma uno de los miembros del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) Germán Poveda, “la pandemia ha sido una bofetada en la cara a la especie humana. Nos ha puesto presente la arrogancia del ser humano y nos exige una nueva relación con la naturaleza”.

Así como Franklin D. Roosevelt, en respuesta a la gran crisis económica de los años 30, que arrastró y sumió al mundo entero en una gran recesión, puso en marcha el New Deal, esta vez se impone la imperiosa necesidad de una estrategia similar, el Green New Deal, como lo planteó el diario británico The Guardian, una especie de “pacto ecológico que ponga la economía al servicio de la humanidad” y no al revés.

La Unión Europea viene dando pasos en esa dirección. La Comisión Europea aprobó el Documento “Trayendo la naturaleza de nuevo a nuestras vidas” a través del cual se establece la hoja de ruta de cara a la post pandemia. En desarrollo del mismo se estableció como fecha límite al uso de motores de combustión interna en los vehículos el año 2040 y para 2050 no menos del 50% de la generación de energía eléctrica debe tener como base las FNCER. En Alemania particularmente se apagará la última central de generación eléctrica fogueada con carbón en 2021, desmarcándose además de la generación de energía nuclear, que empezó a perder terreno luego del accidente de Fukushima en 2011.

La normativa europea contrasta con decisiones recientes que se han tomado en Colombia, en donde nos ufanamos de tener, como lo ha sostenido la ministra de Minas y Energía María Fernanda Suárez, la sexta matriz energética más limpia del mundo, al dar luz verde a través del Plan de Expansión a la instalación de 48 nuevas unidades de generación térmica, de las cuales la mitad de ellas operaría utilizando carbón, que como es bien sabido es muy contaminante, así se diga que son amigables con el medioambiente por el hecho de que se utilizarán tecnologías “limpias”,“ultrasupercríticas”.

Por su parte España expidió la Ley de Cambio climático, como parte del paquete de medidas de la reestructuración de su economía y se plantea como propósito “desenganchar al país de los combustibles fósiles”. Se prevé en la misma que en diez años el 70% de la electricidad se generará a partir de FNCER y para el año 2050 se aspira que sea el 100%. Es más, se estableció que para el año 2040 sólo circularán vehículos con motores eléctricos.

Colombia no se puede quedar atrás después de que ha dado pasos tendientes a abrirle espacio a la Seguridad y a la Transición Energética. De hecho, Colombia cuenta ya con el instrumental requerido para lograr ambos propósitos y compaginarlos con la estrategia de diversificación de su economía, en donde esta dependa cada vez menos de los recursos fósiles (el petróleo y el carbón), sin que por ello el sector energético deje de ser el gran dinamizador que ha sido del crecimiento, pero esta vez de manera sostenida y sustentable.

En efecto, el Congreso ratificó el Acuerdo de París mediante la Ley 1844 de 2017, que por lo tanto es vinculante su cumplimiento. El mismo se propone “neutralizar” las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), causantes del Cambio climático, en la segunda mitad de este siglo. El país adquirió el compromiso con la comunidad internacional de reducir el 20% sus emisiones de GEI hacia el 2030.

Por medio de la Ley 1931 de 2018 se establecieron las pautas para los Planes Integrales de Gestión del Cambio Climático Sectoriales (PIGCCS) y Territoriales (PIGCCT), a través de los cuales se identifican, evalúan, priorizan y definen medidas y/o acciones tanto de adaptación como de mitigación de las emisiones de GEI. Adicionalmente, en el Plan nacional de desarrollo 2018 – 2022 se define “la biodiversidad y la riqueza natural como activo estratégico de la nación”. Complementariamente, se expidieron dos documentos CONPES, el 3918 y 3934 de 2018, estableciendo una “estrategia para la implementación de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) y delineando una “política de crecimiento verde” en Colombia. 

El sector energético está llamado a servir de dinamizador y apalancamiento de la reactivación económicaen la post pandemia, y con tal fin debe acompasarse el programa de vivienda que va a emprender el Gobierno Nacional con soluciones energéticas renovables. El Gobierno debe condicionar sus ayudas y apoyos a la empresa privada al compromiso de esta con los programas de transición energética, especialmente en lo atinente al uso de las FNCER, así como al ahorro y uso eficiente de la energía, lo cual contribuirá decisivamente a su mayor competitividad. Pero nada de ello será posible sino se asume esta tarea como una Política de Estado y no como política de Gobierno.

*Exministro de Minas y Energía y miembro de número de la ACCE.

Deja una respuesta