Una vez más, el gobierno de Gustavo Petro cae en la contradicción de su propio discurso sobre la transición energética en Colombia.
Por: JUAN ESPINAL*
Recientemente se publicó el resultado del Índice de Transición Energética del Foro Económico Mundial, donde Colombia descendió al puesto 38, tres posiciones por debajo de 2024 y lejos del lugar 31 que ocupó en 2022.
Este retroceso evidencia que las políticas actuales no están logrando los avances prometidos y que, por el contrario, el país pierde terreno en competitividad y liderazgo en materia energética.
Estas decisiones han debilitado la inversión, la institucionalidad y el marco regulatorio del país, lo que se refleja en iniciativas como el proyecto de decreto que busca imponer un arancel del 10% a la importación de buses eléctricos (actualmente exentos), en lugar de incentivar la sostenibilidad; esta medida, sin duda, amenaza con frenar aún más el avance de la transición energética en el transporte público.
El proyecto de decreto, que cerró para comentarios el pasado 5 de agosto, ha sido presentado por el Ministerio de Comercio como un esfuerzo por fortalecer la industria nacional del sector automotor. Hoy, esa industria en el segmento de buses eléctricos se encuentra en un crecimiento moderado, y protegerla con barreras a la importación podría encarecer la movilidad limpia sin que exista aún una oferta local capaz de suplir toda la demanda.
Actualmente, circulan más de 83.000 buses en Colombia, pero solo 1.621 son eléctricos: menos del 2%. Subir del 0% al 10% el arancel para importarlos no fortalece la producción nacional; lo que hace es desincentivar la adopción de tecnologías limpias.
El impacto económico de esta medida no es menor. Ciudades como Bogotá, Medellín, Cali o Bucaramanga han avanzado en la electrificación de sus flotas bajo diferentes esquemas de cofinanciación. Elevar los costos de importación implicaría un mayor esfuerzo fiscal por parte de los entes territoriales y del propio Gobierno, que deberá destinar más recursos del presupuesto nacional para mantener sus compromisos de modernización del transporte público. Esto se traduce en una presión adicional sobre el gasto público y el déficit fiscal.
En este momento, preservar un marco de libre competencia que facilite la llegada de tecnología de punta, al tiempo que se fortalece de manera gradual la capacidad productiva nacional, es clave para acelerar la transición y posicionar a Colombia como referente regional en transporte limpio.
Esto no solo contribuiría a mejorar la calidad del aire, la salud y la movilidad urbana, sino que evitaría que esas metas se vean frenadas por barreras costosas y regresivas, tanto en el plano económico, como en el acceso ciudadano.
La medida también entra en tensión con las normas y compromisos que el propio Estado ha adoptado. La Ley 2169 de 2021 (Ley de Acción Climática) ordena promover la movilidad eléctrica y avanzar hacia la paridad de precios entre tecnologías limpias y convencionales; la Ley 2099 de 2021 obliga a masificar el uso de vehículos de cero emisiones; y la Ley 1715 de 2014 contempla exenciones arancelarias para tecnologías que no se producen en el país.
Además, en el marco del Acuerdo de París, Colombia se comprometió a tener 600.000 vehículos eléctricos en circulación para 2030. Este tipo de decisiones no solo contradicen esas metas, sino que dificultan su cumplimiento.
Nada de esto significa que debamos abandonar la idea de fortalecer la industria nacional, todo lo contrario. Colombia necesita una política industrial seria, que promueva inversión, encadenamientos productivos y capacidades tecnológicas locales, pero eso no se logra encareciendo las soluciones que hoy no podemos producir.
El desarrollo de la industria es necesario, pero debe impulsarse mediante condiciones habilitantes, incentivos bien diseñados y una estrategia gradual, realista y concertada; un proceso escalonado, articulado y cuidadosamente planificado.
Desde el Congreso, se debe impulsar el desarrollo productivo, pero no a costa de retroceder en la transición energética, ni de afectar el bolsillo de los ciudadanos.
El país necesita coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre los compromisos climáticos y las decisiones económicas, entre los intereses nacionales y las realidades locales.
Colombia no puede frenar el transporte limpio, justo cuando empieza a moverse. Hoy más que nunca necesitamos una política que entienda que cuidar el planeta también significa cuidar el gasto público, las ciudades y a los ciudadanos.
Con esta iniciativa del gobierno queda más que comprobado que a Gustavo Petro le encanta destruir y no construir.
*Representante a la Cámara por el Centro Democrático.